Acostumbrados estamos a la distinción que todo artista de cualquier género hace entre su vida privada y la pública, entre la persona y el personaje, entre el hacer cotidiano y el creativo. Todo artista se crea a sí mismo como autor junto con su obra. Desde Salvador Dalí hasta Elvis Presley, pasando por Carlos Gardel o Miguel de Cervantes, de cualquiera pueden observarse las características que en su personalidad se corresponden con la obra y hasta la presuponen. Pero este sujeto creador, que difiere del ser de carne y hueso, es también una creación junto con la obra, y muchas veces puede decirse que forma parte de la misma.
Ahora bien, hay un caso que en particular parecería
salirse de esta regla. En Jorge Luis Borges se advierte una aparente falta de
correlación entre la obra y el autor (como autor nos referimos a esa
construcción que el artista, en este caso escritor, hace de sí mismo). Tenemos
la imagen de Borges como un hombre conservador, formal en sus modales y
anticuado en algunos pensamientos, proveniente del siglo XIX. No discutiremos
aquí cuánto se corresponde esta imagen con la realidad del Borges íntimo, sino
que trataremos del uso que el autor hace de ella en función de su literatura.
Para quienes aún no los han leído, y a causa de esta imagen, se generan ciertos
prejuicios acerca de lo que tratan los libros de este autor. Imaginamos que
deberían corresponderse la formalidad y el conservadurismo en textos plagados
de academicismos y rígidos argumentos. Sin embargo, sorpresivo resulta el
hallazgo de cuentos cuya estructura carece completamente de reglas conocidas, o
en todo caso inauguran una nueva forma de contar. Borges es disruptivo en la
forma pero sobre todo en el contenido; desvirtúa la frontera entre realidad y ficción
de manera desconcertante; mezcla personas reales con personajes de su
invención; crea sistemas cosmológicos en un par de páginas que nos hacen dudar
de la fidelidad del mundo en el que vivimos.
Atendiendo a todo esto notamos la obvia carencia de
correlación entre el autor conservador y la obra disruptiva. Pero esta
incompatibilidad, lejos del desacierto, es articulada adrede, y tiene que ver
con el género practicado por Borges. Al contrario de lo que ocurre en la literatura
de fantasía en donde todo está impregnado de maravilla e inverosimilitud y
donde la cuota de realidad está reducida al mínimo, en el género fantástico es
necesario, para resaltar el hecho extraordinario y aislarlo en la trama,
rodearlo de un contexto de realidad y verosimilitud. Para esto los autores del
género adoptaron la práctica, por ejemplo, de insertar en el relato a personas
de la vida real, incluso hasta a ellos mismos como protagonistas de sus cuentos
o novelas. Un precursor fue Leopoldo Lugones en libros como Cuentos fatales o Las fuerzas extrañas.
Borges llevará estas prácticas a otro nivel. El tema
central de su obra puede resumirse en la cuestión de la ficción y su contracara
la realidad. Una profunda crítica que plantea el serio problema de definir su
frontera. Entonces lo tenemos como protagonista de sus cuentos junto a sus
conocidos, nombrando personalidades y paisajes reales, todo para enmarcar el
hecho fantástico que nos está contando. Hasta aquí nada nuevo, lo que
acrecienta magistralmente el contraste es su formalidad y conservadurismo. Qué
nos extrañaría si julio Cortázar nos descubriera un «Aleph» en el fondo de un
sótano; o que Ernesto Sábato desentramara una conspiración internacional, si
sus vidas se corresponden con lo que escriben e incluso lo presuponen y
justifican. De hecho cuando Cortázar nos cuenta un suceso fantástico lo hace a
través de un personaje, nada le agregaría su persona al relato, sería
redundante. Cuando Sábato, por otra parte, nos habla de una conspiración de las
tinieblas lo hace a través de su personaje Fernando Vidal olmos en la novela Sobre héroes y tumbas; porque la
construcción que hace todo autor de sí mismo está en consonancia con lo que
escribe. En cambio en Borges vemos a un escéptico del mundo, de anticuados
modales y pensamientos cuadrados. Así al descubrirnos un «Aleph» nos parece
mucho más original e interesante. El hecho fantástico siempre adquiere más
credibilidad en boca de un escéptico. Pensemos en un obseso de los ovnis que
nos revela un encuentro sobrenatural que ha tenido, y comparemos la misma
experiencia referida por alguien que no cree para nada en la vida
extraterrestre. Nuestra percepción del relato no será la misma.
No insinuamos con esto que Borges fingiera su forma de
ser para enfatizar su obra. Todo lo contrario, creemos que simplemente fue
consecuente con sus valores, su crianza, estatus e incluso con su linaje. Pero
sí los utilizó en favor de su obra. Acaso cualquier artista no se ve obligado
en muchos casos a romper con tradiciones y costumbres, con mandatos familiares y
sociales para poner sus actos y conciencia en consonancia con su obra. Borges
hace lo contrario porque es lo que requieren sus argumentos y la forma que usa
para comunicarlos. La vida y opiniones de Gabriel García Márquez presuponen «Macondo»;
la vida y opiniones de Cortázar justifican los «Cronopios» y las «Famas». Ahora, cuando Borges, junto a su amigo Bioy Casares, debido al descubrimiento de una
falsa cita en una enciclopedia nos revela la existencia de una confabulación
internacional que busca transformar el mundo convenciéndonos de que la realidad
material es una ilusión y que todo lo existente es producto de nuestra mente,
la revelación adquiere una formidable verosimilitud hija del contraste entre
los actores y los hechos.
Borges parece un escritor del siglo XIX pero escribe como
uno del siglo XXI; vive como un conservador pero escribe a la vanguardia de las
vanguardias. El carácter disruptivo de su obra puede vislumbrarse en un
riguroso análisis de la misma, pero es más contundente el simple hecho de que
se le haya negado el premio Novel. Burlando la historia, Borges hizo de sí un
personaje de sus «Ficciones»
inmortalizando su obra.
Mario Gonçalves
Diciembre 2022
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