UN CUERPO, UN ALMA
Esta antología, que contiene los cuentos: «El simulacro», de Jorge Luis Borges, «La señora muerta», de David Viñas, y «Esa mujer», de Rodolfo Walsh, ofrece al lector la imagen de un fetichismo venal y eterno.
Tres relatos, una mujer. Tres autores, un cuerpo. Un
cuerpo que se desea mirar y no mirar. Porque está la fascinación pero también
el pudor; y tal vez el miedo, a ese cuerpo que es más que una mujer, que «esa
mujer». Y entonces la impostura, para nombrarla sin nombrarla, para mirarla de
soslayo, para mostrarla al lector como quien enseña un tesoro impúdico. La
impostura de quien pretende notoriedad adjudicándose el hallazgo de ese cuerpo
venerado, odiado. La farsa del que asiste a las exequias en busca de saciar su
excitación venérea. El simulacro de quien escenifica el funeral emulando al
viudo en su ambición y en su dolor.
Ese simulacro, esa farsa, esa impostura, son el
instrumento que cada narrador utiliza para el extrañamiento de esa figura histórica,
reducida a un cuerpo. Es la creación de una perspectiva que nos permite espiar
ese cuerpo, mirarlo de reojo, nombrarlo sin nombrarlo, porque está la
fascinación pero también el miedo.
Primero el personaje de Moure, que busca un cuerpo para
saciar su deseo. No sabe el nombre de esa mujer en la fila, no sabe quién es,
no le importa. Es una cosa para él:
… sentía las manos de
Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella
fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una
baranda…
Cree tener la situación en sus manos (una presa fácil),
pero es ella quien toma la iniciativa.
En otro cuento, el cuerpo eternizado por el bálsamo, como
el de una diosa, es disputado por quienes la aman y por quienes la odian, como
un trofeo, sin poder distinguir quién es más obseso en su atracción. Se confunden
los roles; quien la odia la protege de quienes la idolatran.
Luego, en otro relato, el cuerpo no es el cuerpo, porque
no importa para el fin de este farsante. Un falso viudo cobra por mostrar una
muñeca que simboliza a la difunta. Teatro que también representan los
verdaderos protagonistas para justificar el tributo del pueblo.
Las viles motivaciones de los personajes: la búsqueda de
saciedad de Moure; la negociación de gloria y redención entre el coronel y el
escritor; el usufructo de un símbolo por parte del enlutado; aparecen haciendo
pie en el fetichismo de un cadáver, pero como reverso, también en el contraste
de la fascinación por una vida. Pareciera que esa fijación, como por un zahir, hace que los narradores dejen de
lado la vida que encarnó ese cuerpo. En su obsesión, los relatos se mueven en
derredor del objeto inerte, cuando aquello que no se dice es crucial para
comprender la importancia que supone para los personajes. Acaso le ceden la
tarea al lector —que sabe de la trascendencia
de la vida y obra de la difunta— de reconocer aquello que no se dice, que no se
muestra, rebasando la propia fascinación, cualquiera sea su naturaleza. Y en ese
reconocimiento, de aquello que trasciende la vida y la muerte, encontrará el
porqué de tantas palabras en derredor de un cuerpo inerte.
Esa «señora muerta», esa «muñeca», cobra vida en el
influjo que ejerce. El alma emerge de ese cuerpo incorrupto. Desde su icónica
figura, sin estar, o estando muerta, infunde el respeto necesario a la mujer de
la fila, que pretende Moure, y le otorga la excusa para dignificarse del
oprobio. Esa muñeca, esa mujer, esa diosa de la mitología del arrabal, es Eva
Perón.
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