LOS MITOS DE LA POSMODERNIDAD



Estamos tan seguros en la actualidad de habernos despojado del misticismo reinante en tiempos pasados, que nos cuesta aceptar la idea de que vivimos rodeados de mitos. Es por esta razón que hablamos de las máquinas como si tuvieran personalidad, atribuimos designios a una misteriosa fuerza en el interior de nuestra mente, o le otorgamos voluntad al reino animal y vegetal, descubriéndonos como manipulados por ellos; sin advertir contradicción alguna. No hay fe más engañosa, que la de aquel que cree no creer en nada.

Durante la edad moderna el hombre dejó de mirarse a través de Dios, para mirarse a sí mismo como ser humano; los iluministas se jactaban de haber llevado a la humanidad a su plena conciencia. En la posmodernidad, en cambio, el hombre se mira a sí mismo como un otro, como un extraño. Nos percibimos como una ficción. Es el gran dilema existencial: no queremos ser felices, queremos vernos siendo felices. Lo moderno es lo novedoso, lo último, pero nuestra época, que carece de nombre, lo toma prestado de la modernidad, porque es la transgresión de la misma. Nos pasamos de largo la modernidad y pasamos de vernos desde nuestra propia perspectiva a vernos desde ojos ajenos.

Los antiguos explicaban la realidad a través de mitos y leyendas, cuando esto dejó de ser convincente, se inventó la idea de subconciencia. Se cambió la superstición de una entidad externa que rige nuestro destino, por una interna, tan intangible e improbable como la anterior. Nótese que Sigmund Freud crea un esquema tripartito de la psiquis (yo, ello, superyo) que parecería estar inspirado en el del alma platónica (irascible, concupiscible, racional). Pero el subconciente o inconsciente explicaría los actos individuales, hacía falta un mito que explicara también la fuerza que el mundo ejerce sobre los sujetos. Aquí aparece la teoría de la microfísica del poder de Michel Foucault. Una red invisible de relaciones que nos mantiene en tensión, que nadie controla, pero de la cual todos somos responsables. Cargamos la culpa de nuestras acciones, pero no podemos vislumbrar de dónde proviene la fuerza que se ejerce sobre nosotros. Estas entidades, el subconciente y la microfísica, explican las acciones y los destinos humanos, tal cual lo hacían antes las mitologías.

Las especulaciones sobre el ser que presenciamos en los ámbitos académicos contemporáneos, causan la misma extrañeza, y a veces hasta mueven a risa, igual que la lectura de ciertos debates teológicos clásicos. Hoy los sabios nos explican que la edad es un estado de ánimo, que la identidad es un acto volitivo, y que la apariencia hace a la esencia. En los documentales de la televisión nos explican que los animales domésticos, en realidad, no fueron domados por el hombre, sino que ellos mismos buscaron la domesticación para pasar una mejor existencia. El hombre no domesticó al perro, sino que el perro se hizo domesticar (o fingió domesticarse) para tener sustento y abrigo seguros. Por otro lado, el mundo vegetal no se queda atrás. Si vemos la extensión de territorio que ocupan ciertas plantaciones, dicen los expertos: hay una clara hegemonía del mundo vegetal por sobre el humano. La humanidad vive nada más que para hacer prosperar y reproducir plantaciones, principalmente, de soja, trigo, maíz o algodón.

Para lograr una mejor comprensión del panorama, se recurre a la invención de un espectador hipotético, un extraterrestre por ejemplo. Entonces, a los ojos de este extraterrestre, la condición humana se percibe más claramente, porque su mirada es independiente, imparcial, objetiva. El mito del extraterrestre ocupa el lugar de ese otro desde el cual el hombre posmoderno se percibe y se estudia a sí mismo. Pero no alcanza con un ser hipotético, hay que creer en ese ser extraterrestre para que tengan validez los postulados que del mito surgen. Entonces, a falta de pruebas empíricas, se recurre a sentencias lógicas como: «El universo es tan vasto que no podría no existir más vida que la que hay en la Tierra». Argumentos lógicos como este, incluso mucho más sólidos, abundan en la teología, como el caso de «La prueba ontológica» de San Anselmo sobre la existencia de Dios. La ciencia empírica no logra explicar desde la estadística la explosión de vida en el periodo cámbrico, sin embargo nos aferramos al argumento del hipotético extraterrestre que nos explica cómo somos.

Por último, el mito más genial que ha creado la humanidad: la inteligencia artificial. Leo en un recorte periodístico la noticia de que se le «pidió» a la IA que escribiera un artículo sobre tal o cual tema; se le «pidió» a la IA que creara una obra pictórica al estilo de algún pintor famoso y que se «inspirara» en tal o cual otro tema, etc. Dejamos de referirnos a la tecnología como herramienta y comenzamos a nombrarla como sujeto. En vez de decir: «Hicimos mediante la tecnología», decimos: «Le pedimos a la tecnología». La IA es el oráculo de nuestro tiempo.

La humanidad está abandonando la responsabilidad sobre el mundo en el que reside; le cede el lugar a una nueva mitología, un nuevo Olimpo que regirá su destino. La conciencia de la que se jactaban los iluministas apenas será un fósforo en la inmensidad de la noche. Ya no leemos ni escribimos, ya no realizamos cálculos mentales, ya no hay ejercicio natural para el intelecto, todo lo suple la tecnología. Las nuevas generaciones necesitarán gimnasios para la mente (además de los del cuerpo), para evitar la atrofia de la conciencia. Habrá que obligarse a leer y escribir, resolver crucigramas y realizar cálculos, igual que ahora nos obligamos a pasear en bicicleta o simplemente caminar.

Pero esta mitología no sólo explica nuestro tiempo, también la usamos para explicar el pasado. Así, resignificamos los mitos antiguos desde nuestra perspectiva, desentrañamos las creencias y descubrimos, lo que para nosotros, es su verdadero origen. Sin embargo, la idea de que cada época está atrapada en un discurso, es también un discurso, del que no parece haber salida. Los mitos prevalecen en la historia, lo que cambia, lo que es propio de cada época, es la interpretación que de ellos se hace, la cual se justifica por el sistema de conocimiento vigente. Así, se interpretan pseudopsicoanalíticamente los cuentos infantiles, atribuyéndoles siempre connotaciones sexuales, las cuales dicen más sobre nosotros, que sobre la época de origen del cuento.

Cambiamos dragones por dinosaurios, ángeles por extraterrestres, y dioses por máquinas. Toda una parafernalia que explica un mundo que no nos pertenece y en el que vivimos de prestado, como viéndonos por una ventana, voyeristas de nosotros mismos. Hay quienes ya se preguntan si seremos capaces de distinguir la manipulación que puedan ejercer sobre nosotros los sacerdotes de estos nuevos misterios, que son capaces de interpretar los oráculos a su antojo, como siempre lo hicieron.

Yo no hago caso de todo esto, y para aferrarme a la ilusión de una lucidez que siento perderse, paso las horas empeñado en la frustrante tarea de resolver un crucigrama.


Mario Gonçalves, Julio 2023


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